El terror no tiene por qué centrar únicamente en lo sobrenatural. Muchos aspectos de la mente son ya lo bastante aterradores, y en 1960, Psicosis sería una de las producciones que seguiría esa línea donde la frontera entre el terror y el suspense era mucho más difusa. Y donde era posible generar inquietud sin trucos de cámara ni efectos, contando, a menudo, solo con la capacidad de sus actores de transmitir esa sensación de peligro. Una idea que en 1962 Robert Aldrich, con un presupuesto exiguo y contando con dos antiguas estrellas de cine, ahora lejos de sus días de gloria, no solo reflejaría perfectamente, sino que se convertiría de forma involuntaria en una corriente cinematográfica. Después de todo, una de las cosas más inquietantes que puede haber es el paso del tiempo y la pérdida de contacto con este.
Estamos en la actualidad. Al menos, en la de los sesenta, donde nadie se toma ya en serio el código Hays, al que le quedan muy pocos años en activo, y donde la televisión vive sus momentos de expansión. La pequeña pantalla, necesita da de contenido, recupera viejas películas de los años 30. En las que Blanche Hudson destacó como actriz de cine, antes de que su carrera se viera truncada por un accidente tras el que quedó confinada a una silla de ruedas. Ahora, su tiempo transcurre entre ver con nostalgia sus antiguas películas, limitando su vida al piso superior en la casa en la que vive con su hermana, quien también conoció el éxito mucho antes. Jane, Baby Jane Hudson, estrella infantil de teatro quien pronto fue eclipsada por la carrera dramática de su hermana y sus propios problemas con el alcohol, y que ahora se ve obligada a ser mantenida económicamente por esta, recordando a menudo sus primeros años de éxito y los momentos en los que la pequeña Baby Jane era quien mantenía a toda su familia. En un entorno cerrado, sin más contacto exterior que una asistenta y unos pocos vecinos curioso por la cercanía de una antigua estrella recluida en su domicilio, la vida de ambas transcurre en medio de una relación tensa, llena de reproches por el accidente que las llevó a ser apartadas del cine y de odio contenido. Un polvorín en el que un mínimo cambio, como puede ser la intención de Blanche de deshacerse de la casa familiar, puede hacer que todo el odio acumulado entre ambas estalle finalmente.
Es difícil pensar en las actrices protagonistas, Joan Crawford y Bette Davis, sin relacionar su actuación con la rivalidad y la tensión existente entre ambas, de la que se dice que llega a estar presente en cada escena al margen de la capacidad interpretativa de ambas. Una situación en la que las historias sobre el rodaje llevan a eclipsar un poco a la propia película, del mismo modo en que esta llegó a ser más conocida que la novela de Henrry Farrell. Lo cierto es que la elección de ambas a la hora de interpretar sus personajes, e s igual de opuestas. Crawford como Blanche, realiza una interpretación más comedida, recordando cierta dignidad de diva de los años treinta y una severidad que la acompaña en todo momento hasta que la violencia acaba haciendo mella en ella. Su primera aparición como niña, silenciosa y sufridora, parece presagiar la situación que vendrá después y las palabras que la madre de esta pronuncia se convierten en un presagio: un día ella será el centro de atención de todos.
Davis, en cambio, opta por abrazar al monstruo. Exagera su papel hasta lo grotesco, caracterizada con una peluca de tirabuzones, un vestido de repollo, y un maquillaje excesivo con el que intenta imitar la apariencia de la niña que fue. Esto, acompañado por los gestos de Davis, la convierten en un personaje monstruoso e impredecible, pero a medida que avanza la trama, es posible comprobar que no es deliberadamente malvado: su comportamiento se parece más al de una niña caprichosa que no está acostumbrada a ser contrariada, pero que al mínimo problema pide ayuda a la hermana mayor a la que hace un momento maltrataba física y psicológicamente. Una hermana y víctima que como se verá posteriormente, no está libre de culpa y ha retroalimentado igual que ella esa relación fraternal enfermiza.
El peso del guion recae sobre dos aspectos: por un lado, lo femenino. Todos los personajes principales y gran parte de los secundarios son mujeres, donde la presencia de lo masculino es algo casi inexistente y racional, incapaz de intuir nada (como el médico de la protagonista) o inútil y anulado, como el estafador de poca monta que intenta rondar a Baby jane. Se crea un entorno limitado, ceñido exclusivamente al ámbito doméstico, algo todavía eminentemente femenino en la época, pero también opresivo y marcado por esa tendencia a negar la realidad de su protagonista.
Por otro lado, se encuentra la unidad familiar. Desprovista en la mayoría de caso, también, de esa figura masculina (salvo el padre de las hermanas, y el personaje de Edwin Flagg), y donde se muestran distintos enfoques. Las vecinas, una madre e hija con una relación más sana y complicidad entre ambas, posiblemente el más positivo que se verá en el metraje. En menor medida, Elvira la asistenta (cuya desaparición es denunciada por una pariente cercana), las hermanas Hudson, centro de todo, y como aparición secundaria, la familia compuesta por Edwin Flagg y su madre, quizá un entorno menos violento pero igual de malsano al sugerir una situación en la que ese hijo único malvive de pequeñas estafas y siendo mantenido por una madre que también parece preferir ignorar la realidad que la rodea. Una serie de grupos que sirven como reflejos, similares y opuesto, de distintos entornos que en algún omento contactan con las protagonistas. Hasta que inevitablemente estas deben salir al exterior y presentarse ante la verdad que han negado…sin que ello quiera decir que vayan a aceptarlo. El desenlace, con Bette Davis bailando en un entorno tan luminoso como una playa a la luz del día, incapaz de asumir lo sucedido, es casi tan aterrador como las escenas en la casa familiar.
Qué fue de Baby Jane pasó a ser no solo un clásico y uno de los papeles más memorables de Davis, quien retomaría roles similares en Canción de cuna para un cadáver o Pesadilla diabólica, sino también el nacimiento de un tipo de guion muy concreto: el de la decadencia psicológica de la vieja gloria, mostrado de una forma mucho más directa de lo que se había hecho en El crepúsculo de los dioses y donde este toma un cariz terrorífico. Y que, aunque también acabarían convirtiéndose en algo repetitivo, pueden encontrarse título tan interesantes como ese mismo Canción de cuna para un cadáver o Quien mató a tía Roo. Y que no duda en explotar en mayor o menor medida esa fascinación que despierta el deterioro de un ídolo. Ya lo cantaban lo Héroes del Silencio: yo no tengo la culpa de verte caer..
Esta película la vi allá por 2008 y me pareció terrorífica. Venía de ver otras películas de Davis como Eva al desnudo, cine más clásico que también va sobre el eclipse de una vieja gloria, pero aquí hay una atmósfera tan turbia que me sorprendió. Es algo que va más allá del código Hays. En general los setenta son la frontera entre el lenguaje cinematográfico moderno y el clásico, por eso encontrarse con películas como ésta, de principios de los sesenta, no es tan habitual.
ResponderEliminar¿Cuántas pelis habrá con títulos parecidos al de "¿Quien mató a tía Roo?"? xD
Creo que hay un montón de pelis preguntándose quien hizo qué tropelía a qué señora, porque estas se convirtieron en una tendencia XD. Aunque de momento, las que he visto son muy buenas y todavía no encontré factor agotamiento.
ResponderEliminarComo no es muy habitual que vea cosas anteriores a los ochenta, me faltan muchas películas clásicas, y en este caso, donde se supone que todavía era un cine timorato, con un poco de miedo a alejarse del código Hays, encontrar escenas como Baby Jane golpeando a su hermana, el personaje del estafador, o esa atmósfera tan malsana que la impregna todo, me sorprendió mucho. Sí que en los setenta daban un salto mucho mayor y todo el cine, en general, resultaba más turbio y más experimental (el grano setentero también ayuda), pero en general, esta me resultó más inquietante que Canción de cuna para un cadaver.