jueves, 27 de agosto de 2020

La habitación de Fermat (2.007). Diez negritos. Ahora con números primos

 

Como punto de partida, una habitación cerrada siempre es un escenario atractivo. Independientemente de cómo se resuelva posteriormente, cuenta con una serie de interrogantes que facilitan el captar la atención del público. Y cuando a la habitación cerrada se le suma el desconocer por qué los personajes están allí, quien está detrás de todo, o peor, que el recinto intente matarlos y que solo algo tan retorcido como las matemáticas pueda salvarlos, hace que esta pueda mantener el interés durante más tiempo. El resto depende ya de la inventiva de los guionistas, aunque esta, a menudo, difiere mucho de lo que el espectador espera.


A La habitación de Fermat se le calificó más de una vez como el Cube español, un parecido que, se limita contar con un cuarto potencialmente asesino y vinculado a la resolución de enigmas aritméticos. En este caso, son un grupo de matemáticos invitados a una reunión donde podrán poner en común sus ideas y en la que deben seguir una serie de reglas: acudir a un lugar apartado, no dar información personal e identificarse unicamente por el seudónimo, correspondiente a figuras de la historia de la ciencia. Así, Galois, Oliva, Hilbert, Pascal y Fermat, quien abandona la reunión antes de empezar, comienzan a recibir, una serie de enigmas matemáticos, que deberán resolver si quieren mantenerse con vida en una habitación que va encogiéndose con la recepción de cada nuevo problema que deben resolver.



En los créditos de la película sorprende ver a Luis Piedrahita, entonces especializado en comedia y monólogos, como escritor y director. Y en un guión primerizo con unos cuantos aciertos y bastantes fallos, muchos de ellos, posiblemente determinados por las tendencias y preferencias en el cine de esa década: era la época de Rec, pero también cuando todavía resultaba un poco extraño encontrar un thriller con una premisa un tanto fantástica y un reparto que, quizá intentando ganarse el interés del público con caras conocidas de la televisión pero con las que, dado el tipo de personaje y registro de los actores, es un poco difícil tomarse en serio: en los prometedores matemáticos que luchan por su vida se reconocen a los protagonistas de Los Serrano, de Siete vida y de Cuéntame y que tienen que lidiar con una caracterización de personajes bastante floja. Estos, más que mentes analíticas, se comportan de forma errática y su forma de relacionarse recuerda más a la trama en una serie de adolescentes que un thriller. A estos, intentando mantener una tensión propia del thriller, los meten a desempeñar una serie de trucos que hacen que su actitud resulte poco creíble, como el jugar a no conocerse, el ponerse eléctrico ante enigmas que no dejan de ser juegos matemáticos, o directamente, incluyendo un interés romántico que poco aporta y que solo puede definirse como una de las lacras propias de la época y los gustos.


Tampoco salen muy bien parados los giros de guión utilizados: sospechosos que no lo son, asesinatos ingeniosos y alguna que otra forma de ganar tiempo que resulta bastante torpe y que unicamente se deja pasar por tratarse de un primer largometraje, y uno al que al menos, en el apartado técnico, le han puesto ganas y que a día de hoy, gana un poco más de gracia al adelantarse una década a los trucos empleados en las escape rooms.


La comparación de La habitación de Fermat con Cube queda demasiado grande. No solo por enfocar un par de elementos comunes de forma muy distinta, sino porque la última, con todos sus fallos, resultaba mucho más inquietante e ingeniosa que una producción que, aunque le pone ganas, no deja de ser una idea entretenida con un guión resuelto a base de trucos simples.


jueves, 20 de agosto de 2020

Lecturas de la semana. Reinventando la península

 

Debo reconocer que los autores españoles tienen por aquí una presencia inmerecidamente escasa. Ahora esta ausencia no es tan grave, ya que poco a poco sí que van apareciendo y ya queda muy lejos esa especie de reparo a todo lo que no viniera traducido o que supusiera tomarse en serio la posibilidad de algo extraño sucediendo en cualquier calle de la geografía española. Algunos, los más recientes, se han ganado un hueco gracias a una saga de una detective sobrenatural con los pies en la tierra, y otros, casi un clásico, resulta un poco vergonzoso reconocer que no le había prestado atención hasta ahora.


Sergio S. Morán. El lingotazo (Mil novecientos y algo, I). El autor de Veronica Guerra, alias Parabellum empieza una serie nueva serie de corte fantástico ambientada en una Península Ibérica alternativa, donde la magia es real y la corona española sigue contando con colonias en ultramar...aunque el imperio donde no se ponía el sol esté muy venido a menos. A principios de un imaginario siglo XX, el Birreinato de Hispania y Lusitania viven, entre deudas, del oro enviado de unas Indias cada vez más revueltas y del que las riquezas comienzan a hacerse más escasas. Tanto, que es un lingote, o más bien, un lingotazo de 8 kilos de oro, el que se cruza en la vida de los protagonistas. Lo que parecía un golpe de suerte fortuito para una joven aztéxica, un periodista y un mecánico del Norte, acaba desvelando una trama de corrupción donde no faltan traiciones, persecuciones en varios medios de transporte (¿quién dijo que el autobús no podía ser un escenario de pasajes llenos de acción?) y unas cuantas pistas de cara al siguiente volumen.

Porque la idea tras el primer tomo de Mil novecientos y algo es desde el principio, crear una serie con continuidad y ofrecer como trasfondo un mundo creado entre sergio Moran y James Stapleton. Y del que puede decirse que es uno de los mejores aciertos dado que este parece estar desarrollado con mucho detalle, bastante como para que el autor cuente con los datos necesarios a la hora de trabajar con escenarios y situaciones, pero no como para que al lector se le haga excesiva la información por encima de la trama o los personajes. Dependen, en muchos casos, de que en todo momento sea fácil reconocer cada punto alternativo de la geografía española, desde Extremadura hasta la cuenca minera, pareciendo a veces un poco una guía en la que cada enclave tiene su versión real. Aunque, desde un principio, parecía que la intención era esta y la mezcla de magia y fantasía que han hecho es bastante efectiva e incluso tiene sus momentos graciosos, pero sin pretender que esto sea un chiste ni un entorno hecho a modo de risa, sino algo complejo y que funciona dentro del libro o de los próximos. Aunque sigue sin parecerme una elección muy acertada que una pirata haya decidido abandonar el barco para seguir una carrera como funcionaria de Hacienda, y no al contrario.


Pilar Pedraza. Mystic Topaz. Pedraza cuenta con una carrera bastante larga ya como escritora de relatos cortos, novelista e incluso ensayo, aunque para muchos lectores puedan ser los primeros los que más suenen o los que sirvieran para conocer a la autora. A partir de las brujas de Mater Tenebrarum, me quedé con su mezcla de fantástico, su visión muy poco amable y mística del mundo de la brujería, y un particular sentido del humor que está muy presente en los relatos que describen el día a día de Mystic Topaz, una tienda de artículos ocultistas donde pueden encontrarse los objetos más extraños y dotados de poderes, donde la dueña es una experta exorcista...y también las piezas de joyería más coquetas. A través de los relatos de Geles, una empleada que no duda en reconocer que curró mucho, cobró poco, y aprendió un montón, hace un recorrido por los incidentes que pueden tener lugar en la tienda regentada por Delirio Presencia pero también en los alrededores de una ciudad que podría estar situada en algún casco histórico de cualquier país mediterráneo y donde la mezcla de nombres y lugares españoles e italianos hace que este sea un lugar inidentificable, donde lo irreal es algo habitual para las protagonistas pero también para el entorno: en sus páginas se describe como algo normal la patrulla del ayuntamiento que recoge animales extraviados y cadáveres escapados de los subterráneos, los vampiros que se pliegan de forma geométrica desplazándose en las paredes de la catedral, exorcismos...pero también algo tan corriente como un mal corte de pelo, una clase de yoga impartida en el local o una propietaria que a ratos parece ocultar todo tipo de secretos ocultistas, y a otros, parece tan negociante como la encargada de una mercería. Y donde muchas veces, lo más macabro y extraño se ve cortado de golpe con una afirmación completamente mundana.

Los casi treinta relatos, muy breves e independientes entre sí, forman un mosaico en el que a veces se nota que han sido escritos a vuelapluma, y en donde más de una ocasión, se contradicen las referencias entre unos y otros, algo que acaba encajando bien con un tipo de narración anecdótica y muy personal, y en el que el último relato, con la despedida de su narradora, se cierra de forma melancólica junto a las puertas de la tienda.

jueves, 6 de agosto de 2020

No respires (2.016). Todos los gatos son pardos

El cine ha aportado buenos ejemplos de allanamientos de morada (aunque el nombre habitual del género suele ser home invasion, más moderno y suena menos a Código Penal). Hay pocas situaciones más cercanas y aterradoras que la posibilidad de la entrada de un extraño en los metros cuadrados que se consideran un lugar seguro. Además de ser, cuando tienen éxito, un relato efectivo de horror claustrofóbico. Pero, ¿qué pasa cuando sucede lo contrario? ¿Y si la historia es la de la potencial víctima sino de los responsables del delito? En ese caso, lo que se considera un lugar seguro podría convertirse también en uno que esconda secretos desagradables.




Detroit, en cambio, parece ser un sitio así a tiempo completo. Los protagonistas de No respires son un trío de ladrones que se mueven por la ciudad dando golpes de escasa cuantía con la esperanza de marcharse algún día a un sitio mejor. La ambición de estos, limitada por las consecuencias que podrían tener el ser detenidos en un robo de mayor cuantía, se ve tentada cuando descubren la existencia de una casa, en uno de los barrios más desfavorecidos, en la que su propietario guarda una cuantiosa suma de dinero. La historia detrás de este hará que se replanteen el límite de lo que no pueden hacer: un veterano de guerra ciego, que vive recluido con el dinero con el que ha sido indemnizado por la muerte de su hija en un accidente de tráfico, en el que la culpable fue declarada inocente gracias a los contactos de su familia. Aunque la situación de estos, y quizá la codicia, también hace que lo vean de una forma distinta: que sea un veterano de guerra ciego no quiere decir que sea inocente o una buena persona. Y es muy probable que esto sea cierto.


La película recuerda mucho al formato con el que han tenido éxito productoras como Blumhouse, aunque quien esté detrás sean los responsables del remake de Posesión infernal y el propio Sam Raimi: duración reducida, grupo de personajes escaso y unos escenarios sencillos y reconocibles. En este caso, una ciudad como Detroit (desde los tiempos de Robocop hasta los maratones de Empeños a lo bestia no recuerdo un momento en que ese sitio haya levantado algo la cabeza), donde sea relativamente sencillo desarrollar un grupo de personajes que generen la simpatía necesaria pese a dedicarse al crimen y que transmita la sensación de ser un lugar sin ley y a punto de derrumbarse social y económicamente. Aunque poco puede verse de este, ya que enseguida el entorno se ve reducido a una casa un tanto ruinosa, con una escasa iluminación que supone que los protagonistas sean perseguidos por alguien tan implacable como podría serlo cualquier monstruo o asesino en serie, pero peligrosamente humano: el guión contiene unos cuantos giros en los que, a partir de las primeras palabras desmitificadoras de uno de ellos, la víctima se va desvelando como una figura cuya minusvalía se acaba convirtiendo en la principal debilidad de sus ladrones, al ser alguien que no necesita de la luz para desplazarse, y que se convierte en un personaje completamente oscuro, capaz de ocultar secretos en su casa que recogen a la perfección la figura del monstruo de la puerta de al lado.



Esto también viene dado por la caracterización del trío protagonista: de una primera aparición donde parecen buscar las antipatías del público, llevando a cabo todo lo que nadie querría encontrar en una vivienda desvalijada, van mostrando motivaciones más cercanas y sobre todo, se libran a la primera de cambio del más desagradable del grupo, uno de esos secundarios que parece estar ahí para poner en marcha la trama cargándose a alguien que no vaya a echarse demasiado de menos. El resto lo constituye una historia de suspense efectiva, donde lo sobrenatural y lo fantástico se ve sustituido por un personaje realista y donde las amenazas también lo son: no hay trampas complejas ni lugares imposibles, solo las armas que podría tener alguien en su domicilio y la ventaja de conocer su hogar perfectamente. Aunque, como suele pasar, la pareja protagonista en más de una ocasión parece salvarse de situaciones que no corresponderían a causa de su condición física y o falta de sentido común, pero, ¿qué gracia tendría esto si estuvieran perdidos desde el primer momento?




No respires es una interesante vuelta al tema de la invasión doméstica y un guiño a la posibilidad de que nada sea lo que parezca. Aunque lastrada a veces por situaciones demasiado forzadas, un final que contradice todo lo que se había establecido previamente (como el evitar todo el tiempo la llegada de la policía para que esta finalmente, no parezca enterarse de gran cosa), y el asegurarse la aparición de una secuela si la cosa funciona, sabe jugar con recursos tan simples como lo que puede haber en una casa cualquiera. O al menos, en la de un veterano de guerra.