De la colección Gran Super Terror de
Martinez Roca queda, además de un montón de portadas tirando a
feillas, un catálogo que, más que bueno, podía considerarse como
variado. Compuesta en su mayoría por antologías, contaba también
con una serie de autores con los que probaban suerte y que, en el
mejor de los casos, continuaban con dos o tres obras más, o se
quedaban en un único intento en el peor. Klein ha sido uno de esos
casos, pero no por mala suerte, sino porque el hombre tiene una
producción tan escasa, que se limita a un par de novelas y a
escribir relatos.
Ceremonias macabras comienza con un
párrafo de Arthur Machen, advirtiendo de alguna manera lo que el
lector va a encontrar: un profesor un tanto neurótico decide pasar
sus vacaciones alojado en una comunidad mennonita y con un poco de
suerte, iniciar tras el verano una relación con la bibliotecaria que
conoce poco antes de irse. Una joven bibliotecaria ve como su vida
cambia tras una serie de coincidencias que le llevan a encontrar a
una posible pareja, y un nuevo trabajo a manos de un amable anciano
que parece demasiado interesado en ser su benefactor. En una
comunidad agrícola de Jersey, un matrimonio de granjeros espera que
el dinero obtenido con el alquiler de un cuarto sea una ayuda para
sacar adelante una granja llena de deudas. Una anciana sabe que hay
algo en la tierra, que se aproxima, y en ella recae la
responsabilidad de detenerlo. Y en la tierra, una criatura más
antigua que los primeros humanos, espera pacientemente que su siervo
ponga en marcha las ceremonias necesarias para desencadenar su
regreso al mundo. También hay gatos. Pero para varios de ellos la
cosa no va muy bien. Y es lo que peor he llevado.
Desarrollada a partir de un relato (Los
hechos acaecidos en la Granja Poroth), su primera novela resulta
bastante distinta de lo que uno podía esperar en las tendencias del
terror popular en la década: lejos de posesiones, satanismo, o
clichés sobrenaturales como los que enumeraba Grady Hendrix en
Paperbacks from Hell, decide recurrir hacia una temática más
primigenia, incluso más que la que estaba presente en H. P.
Lovecraft: Machen, quizá Algernon Blackwood también, pero sobre
todo el primero, cuyo relato El pueblo blanco sirve como hilo
conductor al desarrollar una historia sobre criaturas prehumanas, la
importancia de los ritos para poder comunicarse con ellas, y la
permanencia de ciertos conocimientos en comunidades aisladas. No es
extraño que la mayoría de sus relatos posteriores aparecieran en
antologías de tema lovecraftiano.
El estilo tampoco es el que podría
esperarse en una novela de la época, o en una producción más de
bolsillo: muy lento, donde gran parte del texto va destinado a
describir una atmósfera que va volviéndose más agobiante según
avanza cada parte del libro y el verano en el el que transcurre: la
progresiva aparición de insectos, de la pérdida de la visión
bucólica de una granja que en ningún momento fue confortable, y la
transformación física y mental de unos personajes donde hacia el
final, abundan adjetivos como “blanquecino”, “hinchado”, y a
modo de guiño, alguna que otra aparición súbita de gusanos y una
transformación donde el entorno rural acaba convirtiéndose en uno
igual de podrido que el urbano con el que lo comparaban al principio.
Klein también se toma también ese
tiempo para caracterizar a unos personajes que, en la mayor parte de
los casos, resultan sólidos. Especialmente en lo que se refiere a la
comunidad mennonita y a la pareja de granjeros principales, que lejos
de describirlos como fanáticos religiosos, presenta un grupo con sus
creencias y estilo de vida separado, ni mejor ni peor que el mundo
urbano, y dotados de un inesperado sentido del humor que los aleja
mucho de cualquier estereotipo en el que podía caerse. Algo menos
cuando se trata de la pareja protagonista, que, quizá por ser un
poco las victimas propiciatorias de la trama, su actitud resulta a
veces un poco perdida (especialmente en el caso del protagonista
involuntario, que se pasa todo el verano comiendo, leyendo clásicos
del terror para una presunta tesis y quejándose que no le gusta
ninguno), y a veces, un exceso de inocencia que parece forzada: la
presencia de una docella, según lo establecido en la trama, es
comprensible. Pero no muy creible la panfilez que alcanza en algunos
momentos. Claro que si no, sería dificil el justificar que cualquier
personaje femenino no saliera huyendo despavorido ante el primer
comentario jovial del antagonista. Un antagonista que desde el primer
momento aparece como tal ante el lector, asistiendo a los cambios de
percepción que los personajes van teniendo sobre él y que, salvo
una gran capacidad para ocultar su verdadera naturaleza, va
progresivamente desvelándose como una figura siniestra. Y que, de no
estar en una novela de terror sobrenatural, su caracterización sería
la más cercana a previa actitud jovial de un depredador infantil.
Aunque caracterizada por un ritmo muy
lento, y en el que lo monstruoso va haciéndose camino de forma
gradual, no deja de tratarse de una primera novela en la que los
fallos de una narración narra, o quizá la mano de algún editor
dirigiéndola hacia lo comercial, se hacen presente. La atmósfera
establecida en los primeros cientos de páginas se despachan de forma
apresurada cuando, en las últimas, acaban apareciendo un ritual
macabro, una posesión, un engendro prehumano y una turba de
campesinos enfurecidos ¿Pero el villano no se había pasado varios
capítulos meditando sobre la necesidad de preparar todo con calma, y
ahora le entra la prisa? Por no rematar, siendo lo más chocante en
comparación con el tono previo de la novela, con un desenlace
romántico de lo más forzado en el que, si al principio los
protagonistas eran dos marionetas interpretando un enamoramiento a
manos de un villano, ahora lo son a manos de un escritor en el que,
no termina de quedar claro si esta habría sido su decisión, o si
los hechos acaecidos en la granja Poroth hubieran sido distintos.
Ceremonias macabras no es un clásico
indiscutible del terror, pero si una buena novela. Una que destaca
muy por encima en una década en la que, en cuanto a volumen de
oferta no era posible quejarse, pero sí, algunas veces, en cuanto a
calidad y variedad.