jueves, 23 de enero de 2020

Drácula (2.020). Cualquier parecido con los hechos sucedidos en Europa en 1.897 es relativo




Muchas piezas de literatura clásica, o cualquiera que haya dado un personaje o argumento intemporal, resultan muy difíciles de adaptar. Acusadas de clasicistas o poco arriesgadas cuando son fieles al material, la mayoría de versiones aportan una visión personal, bien lo que su responsable quiera reimaginar o lo que interprete en sus páginas. Probablemente el que haya sido objeto de más revisiones ha sido Dracula, que, además de ser el padre de los vampiros tal y como los conocemos, no tiene hasta la fecha una versión audiovisual realmente fiel (y no, el enfoque romántico de Coppola tampoco cuenta). Bien por el estilo epistolar de la novela, bien por el cambio de mentalidad transcurrido en una narración de más de dos siglos, cada uno ve al Conde como quiere. Interpretación que también han llevado a cabo Mark Gatiss y Steve Moffat, con el añadido que hace ya diez años fueron capaces de hacer una de las versiones más fieles, y a la vez más novedosas, de Sherlock Holmes.




Era de esperar que Gatiss, fanático del terror y de su vertiente en la cultura popular británica, quisiera dar su visión de lo sucedido durante el viaje de negocios de Jonathan Harker al corazón de Europa. Refugiado en un convento, demacrado y cadavérico, relata a una pareja de religiosas su llegada al castillo del Conde Drácula, un noble transilvano interesado en adquirir una propiedad en Londres y como su estancia, se transforma con el descubrimiento de la naturaleza de su cliente, en una prisión donde él es poco más que un sustento para el vampiro y una víctima potencial para las criaturas que moran en la fortaleza. Y como su narración va dando paso al verdadero protagonista de la historia, una criatura inmortal capaz de alimentarse de sangre humana, pero también de los recuerdos y conocimientos que, según este, fluyen por las venas de sus víctimas, de su viaje a Inglaterra, y sobre todo, el enfrentamiento con su principal adversario, alguien cuya determinación lo hace capaz de seguirle no solo a través de Europa, sino a lo largo de los años gracias a la tenacidad de la familia Van Helsing.


 



Después de haber visto su versión actual de Sherlock, era difícil no esperar algo similar con Dracula, y más teniendo en cuenta que uno de los episodios transcurre en la época actual. El resultado es muy distinto: el primero podría considerarse una traslación (brillante) de los usos y giros del personaje a la época actual. El segundo, es una versión muy libre de la obra de Stoker donde los guionistas toman esta como base y narran lo que a ellos les ha parecido más importante. En este caso, la afición por el horror de Mark Gatiss, cuyos conocimientos y amor por este género rozan el frikismo, así como un particular humor que ya despuntaba en The League of Gentlemen y que aquí toma una inesperada importancia de la mano de un Conde Drácula que pronto abandona el aspecto de vampiro decrépito descrito en el libro para adoptar un carácter muy distinto a las versiones anteriores. El Drácula de Claes Bang se perfila en su aspecto externo como un guiño a las interpretaciones anteriores, donde no falta el vestuario de Bela Lugosi o un parecido sorprendente, gracias a los engaños de la iluminación, con Christopher Lee. Pero también con un carácter propio, capaz de alternar entre la actitud depredadora, la caballerosidad y la sociopatía con la misma facilidad que percibe su entorno y a sus víctimas con una gran cantidad de humor negro e incluso respeto por aquellos adversarios que considera dignos.



Dracula, como personaje abierto a la interpretación, es en este caso el que quería contar Gatiss a partir de la obra de Stoker: una aproximación donde las referencias están muy presentes, pero de forma sutil y sin ser la principal (ese traje de Bela Lugosi, esos colores tan de la Hammer, esos zombies porque…bueno, porque lo ha decidido él). Una visión en la que toma lo que El quiere e ignora lo que podría considerarse canon: a Mina Harker se la ignora hasta el desprecio, Van Helsing pasa a ser un personaje femenino, el conde es interpretado de manera no abiertamente bisexual, sino como un depredador que no hace distinción entre sus víctimas y todo aquel que capte su atención pasa a ser considerado, al menos temporalmente, como su "novia". Y sobre todo, una visión del vampirismo alejada de cualquier intención científica para centrarse en lo orgánico: este Drácula habla de la sangre como "vidas", en plural ya que no solo consigue sustento sino conocimiento, pero también miedos y debilidades. Al menos, ha sido una buena explicación al correctísimo inglés que siempre mantuvo nuestro vampiro.



Como toda versión propia, no está exenta de críticas: el último episodio ambientado en la época actual, es el que cuenta con más desaciertos al empeñarse en hacer aparecer, como cameos, a los personajes de Stoker. Lucy Westenra parece escrita a ratos, por un abuelo de lo más rancio, representando todos los tópicos de la cultura de Instagram y el fiesteo (al guionista solo le faltaba la indignación, boina y cachava al describirlo), y que solo hacia el final se revela como alguien más complejo. El desenlace oscila entre lo surrealista y la ambigüedad necesaria para asegurar una segunda temporada. Pero...bueno, lo limitado del libro no impidió que Drácula apareciera en docenas de secuelas de la Hammer.


De esta nueva versión puede decirse que sigue dejando libre el puesto de adaptación más fiel a Drácula. Se trata de la visión de Moffat y Gatiss, una muy distinta de la que ofrecieron con su actualización de Sherlock pero que tanto esta como el vampiro interpretado por Claes Bang es la mejor que hemos podido tener en lo que llevamos de siglo XXI.

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